jueves, 29 de octubre de 2009

La catedral del mar (fragmento).


Dicen que es el fin del mundo —se lamentó un día Arnau al entrar en su casa—. Barcelona entera ha enloquecido. Los flagelantes, se hacen llamar. —Maria estaba de espaldas a él. Arnau se sentó a la espera de que su mujer lo descalzase y continuó hablando—:Van por las calles a cientos, con el torso descubierto, gritan que se acerca el día del juicio final, confiesan sus pecados a los cuatro vientos y se flagelan la espalda con látigos. Algunos la tienen en carne viva y continúan...—
Arnau acarició la cabeza de Maria, arrodillada frente a él. Ardía—. ¿Qué...?
Buscó la barbilla de su mujer con la mano. No podía ser. Ella no.
Maria levantó unos ojos vidriosos hacia él. Sudaba y tenía el rostro congestionado. Arnau intentó levantarle más la cabeza para verle el cuello, pero ella hizo un gesto de dolor.
—¡Tú no! —exclamó Arnau.
Maria, arrodillada, con las manos en las esparteñas de su esposo, miró fijamente a Arnau mientras las lágrimas empezaban a caer por sus mejillas.
—Dios, tú no. ¡Dios! —Arnau se arrodilló junto a ella.
—Vete, Arnau —balbuceó Maria—. No te quedes junto a mí.
Arnau intentó abrazarla, pero al cogerla por los hombros, Maria volvió a hacer una mueca de dolor.
—Ven —le dijo alzándola lo más suavemente que pudo. Maria, sollozando, volvió a insistir
en que se fuera—. ¿Cómo voy a dejarte? Eres todo lo que tengo... ¡lo único que tengo! ¿Qué haría yo sin ti? Algunos se curan, Maria. Tú te curarás. Tú te curarás. —Intentando consolarla la llevó hasta la alcoba y la tumbó sobre la cama. Allí pudo ver su cuello, un cuello que recordó precioso y que ahora empezaba a ennegrecer—. ¡Un médico! —gritó abriendo la ventana y asomándose al balcón. Nadie pareció oírle. Sin embargo, aquella misma noche, cuando las bubas empezaban a adueñarse del cuello de Maria, alguien marcó su puerta con una cruz de cal.
Arnau sólo pudo poner paños de agua fría sobre la frente de Maria. Tumbada en la cama, la mujer tiritaba. Incapaz de moverse sin sufrir terribles dolores, sus sordos quejidos erizaban el vello de Arnau. Maria tenía la vista perdida en el techo. Arnau vio cómo crecían las bubas del cuello y la piel se volvía negra.
«Te quiero, Maria. ¿Cuántas veces habría querido decírtelo?» Le cogió la mano y se arrodilló junto a la cama. Así pasó la noche, agarrado a la mano de su mujer, tiritando y sudando con ella, clamando al cielo con cada espasmo que sufría Maria.
La amortajó con la mejor de las sábanas que tenían y esperó a que pasara el carro de los muertos. No la dejaría en la calle. Él mismo la entregaría a los funcionarios. Así lo hizo. Cuando oyó el cansino repiquetear de los cascos del caballo, cogió el cadáver de Maria y lo bajó hasta la calle.
—Adiós —le dijo besándola en la frente.
Los dos funcionarios, enguantados y con los rostros tapados con paños gruesos, miraron sorprendidos cómo Arnau destapaba la cara de Maria y la besaba. Nadie quería acercarse a los apestados, ni siquiera sus seres queridos, que los abandonaban en la calle o, como mucho, los llamaban a ellos para que los recogiesen en los lechos en que habían encontrado la muerte. Arnau
entregó su esposa a los funcionarios, que, impresionados, intentaron dejarla con cuidado sobre la decena de cadáveres que portaban.
Con lágrimas en los ojos, Arnau miró cómo se alejaba el carro hasta que se perdió en las calles de Barcelona.
Él sería el siguiente: entró en su casa y se sentó a esperar la muerte, deseoso de reunirse con Maria. Tres días enteros estuvo Arnau aguardando la llegada de la peste, palpándose constantemente el cuello en busca de una hinchazón que no llegaba. Las bubas no aparecieron y Arnau acabó convenciéndose de que, de momento, el Señor no lo llamaba a su lado, junto a su esposa.


-Ildefonso Falcones.

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