martes, 23 de febrero de 2010

Historia de María Magdalena al estilo de Wilde.


[Oscar Wilde] habría relatado como nadie la historia de María Magdalena, despeinada y medio desnuda, apenas salida de su largo viaje por la locura, llorando a los pies de Jesús, después de que el Rabí le quitase de la cabeza todas sus penas y el peor de sus demonios: su manía de contar mentiras.

Os contaré una historia que pasó hace tanto tiempo que bien podríamos llamarla... sagrada. Las mujeres no podían participar entonces en los asuntos de los hombres, incluso cuando eran tan libres como María Magdalena. Supongo que habéis oído hablar de ella. Había sido muy desgraciada hasta que el Rabbí Jesús le sacó del cuerpo los demonios que la hacían parecer tan bella. Y desde aquel día permaneció al lado de su Maestro: piadosa y seria, sensata y, seguramente, aburrida como todas las esposas que se olvidan de contar mentiras.

Sólo porque era una mujer no le permitieron estar con los hombres en la Última Cena. Pero no la conocían bien si pensaban que se encerraría en su casa, acobardada y sumisa. ¿Quién de aquellos pescadores iba a preparar la comida? No era lo mismo asar unos pescados en las orillas del lago de Tiberíades o repartir unos panes, que cocinar el cordero pascual con su salsa de hierbas amargas. Y fue precisamente ella, escondida en la cocina, quien preparó la cena. Aquella noche añadió a la salsa unos granos de mostaza, como al Rabbí le gustaba. Y, amparada por las sombras, se asomó disimuladamente a la puerta en el momento en que Jesús bendecía el pan y el vino. Su escondite le permitía ver perfectamente la escena, porque la puerta estaba justo... donde se escondería también Leonardo da Vinci para pintar su cuadro. A María Magdalena se le hizo un nudo en la garganta porque se dio cuenta —ya sabéis que las mujeres tienen un instinto para las tragedias— de que Jesús estaba despidiéndose de los suyos. Y se sintió incluso celosa, porque aquella tarde había salido de casa sin decirle nada a ella ni a su pobre madre.

María Magdalena tampoco pudo entrar en el huerto de Getsemaní, porque las mujeres no debían salir de noche y, menos aún, en una Pascua tan peligrosa y alborotada como aquella. Los conspiradores acechaban en todas las esquinas de Jerusalén. Bueno, digamos que María Magdalena no estuvo en Getsemaní. Pero, mientras los discípulos dormían y el Maestro estaba solo en su dolor, alguien vio una sombra que le secaba el sudor. Ella era así y, en sus años de locura, había aprendido a andar por la oscuridad, huyendo de los que tiran piedras. Jesús hablaba del Cielo, pero ella había aprendido también lo difícil que es salir del Infierno. Luego ya vino lo que todo el mundo sabe. Hizo el camino hasta el Monte de las Calaveras, acompañando a las Marías.

Cuando María Magdalena vio a Jesús en la cruz, tenso, amoratado, en las ansias de la congestión, fue ella quien pidió que le diesen vinagre. Pensó que eso podía aliviarle. Y había allí un cubo, porque los soldados romanos bebían un vino aguado y avinagrado.

El domingo, al acabar la Pascua, al despuntar la primera luz, corrió llorando hasta el sepulcro para enfrentarse sola a la Muerte, para decirle a la reina de las sombras lo que había visto cuando Jesús resucitó a Lázaro. Y, al llegar al huerto donde le habían enterrado vio algo, creyó verlo, lo vio, le vio..., lo suficiente para regresar corriendo, fuera de sí, enloquecida, y contarles una historia descabellada a los apóstoles... ¿Y sabéis qué hizo? ¡Les contó que Jesús había resucitado! Sin duda había vuelto a contar mentiras...
-Mauricio Wiesenthal

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